En tanto término y concepto que designan este entorno comunicativo, fuertemente tecnologizado y de niveles de mediación sin precedentes, la cibercultura es el fruto de la confluencia de la aplicación cotidiana de los microprocesadores electrónicos a multitud de actividades humanas y de la apertura e internacionalización de espacios virtuales de trabajo, ocio, educación, comercio, creación artística, información, de comunicación en suma. Dicho entorno acaba cristalizando en un territorio anejo al espacio social físico con el que guarda una intrincada red de relaciones y cuyo funcionamiento demanda un estudio necesariamente interdisciplinar. Desde una perspectiva historiográfica y geopolítica, la cibercultura se vincula a la fase postindustrial avanzada de los modos de producción capitalista en las sociedades más desarrolladas. Aunque las desigualdades con las zonas del globo más empobrecidas lejos de limarse, parecen, aumentar —la brecha o divisoria digital de la que habla Castells (1999)—[8], éstas se ven también sometidas a las dinámicas y modos de producción y consumo derivados de la conjunción entre informática, cibernética, telecomunicaciones, retórica audiovisual y verbal y las nuevas formas de colonialismo cultural y militar. Este ciberespacio, cuya primera formulación se debe, no por casualidad, a un escritor (William Gibson, 1984), es un lugar no-lugar, un ámbito de relaciones sociales en el que, tras la digitalización electrónica de todas las formas simbólicas en un sistema de código único, el potencial de velocidad en la comunicación y transferencia de datos ha desplazado la percepción del espacio y la distancia hacia un espacio hecho fundamentalmente de tiempo.
La cibercultura lleva aparejados una serie de discursos más o menos utópicos al lado de otros más o menos radicales en su crítica (tecnofilia vs. tecnofobia) que manifiestan, no obstante, un fetichismo parecido. Los primeros, por las nuevas tecnologías o tecnologías digitales, supuestamente llamadas a cumplir hasta niveles insospechados la definición de McLuhan de los medios como extensiones de los sentidos humanos y potenciación superadora de los medios inmediatamente anteriores (McLuhan 1964) [9]; los segundos, por las tecnologías tradicionales, como el libro, reserva de la auténtica civilización heredera de los valores ilustrados. La cibercultura no se restringe, por lo demás, a los mundos virtuales del ciberespacio. Tiene que ver también con los presagios de una cultura ciborguesca, donde la progresiva hibridación de humanos y máquinas abarca desde nuestra interacción con los interfaces informáticos hasta la penetración de dispositivos tecnológicos y electrónicos en nuestro cuerpo, pasando por las transformaciones plásticas del mismo. En relación a esto último proliferan los discursos tecnoelitistas que profetizan la liberación de la carne, con el mito del vaciado de una mente en un ordenador como límite de esta utopía del perfeccionamiento de la especie [10].
En la cibercultura asistimos también a un cambio en nuestra percepción de la realidad a partir de los nuevos modos de comunicación. El imperio de la velocidad en la información y la comunicación no es fruto sólo de las tecnologías digitales, ya que existen factores de aceleración, políticos y sobre todo económicos, centrales al proceso de globalización. Experimentamos también cambios en nuestro entendimiento de la colectividad y de la identidad personal, de nuestro propio cuerpo, así como en nuestra percepción del tiempo y sobre todo del espacio. La creciente maleabilidad de las fronteras entre lo real y lo ficticio, siguiendo los planteamientos de Baudrillard, la progresiva disolución de lo real o de las referencias en imágenes y la asimilación del principio de catástrofe (con la amenaza terrorista a la cabeza) como un medio ambiente casi naturalizado, son otras de las características de la cibercultura. Por último, el principio de interacción con las máquinas que implica el prefijo ciber- puede considerarse su rasgo más distintivo. En cualquier caso —nos recuerda en este volumen Marie-Laure Ryan— "si vivimos una condición virtual, como ha sugerido Katherine Hayles, no es porque nos veamos condenados a la falsificación o al simulacro, sino porque hemos aprendido a vivir, trabajar y jugar con lo fluido, lo abierto, lo potencial" (pág. 101)
En esta coyuntura y a pesar de los prejuicios contra la pertinencia de estudiar estos cambios y las implicaciones de la escritura electrónica, lo cierto es que "la Literatura no permanecerá inmutable" (Hayles, 72). Así sucedió en el pasado con la vulgarización de los manuscritos, de la imprenta de tipos móviles o con el desarrollo de las telecomunicaciones y los medios audiovisuales de comunicación y entretenimiento (cine y televisión). Se impone pues un estudio crítico de los modos en los que el sistema literario se ve afectado por la irrupción y vulgarización progresiva de las tecnologías de la comunicación y la información y sus redes. Desde esta perspectiva, habrá que considerar desde los grandes proyectos de digitalización de bibliotecas y fondos (ADMYTE, Athena, Gutemberg) o los elencos de revistas electrónicas (Muse, Humanities-Wilson, etc.) a las nuevas formas de edición, venta y circulación de textos (sobre todo a través de Internet), los nuevos espacios sociales de creación y lectura (el ciberespacio), la aparición de nuevos géneros o modalidades literarias (el cyberpunk, la narrativa hipertextual, la poesía electrónica, el teatro virtual, los culebrones en línea, etc.) y por supuesto las nuevas modalidades de investigación y de enseñanza y aprendizaje literario.
Además de observar, estrato por estrato, el impacto de las TICs [11] sobre el sistema literario [12], será preciso revisar la historia del concepto de lo literario a partir de las nuevas premisas teóricas emergentes junto a las nuevas modalidades de textualidad y comunicación digitales. Ya no se trata tanto de que nos encontremos ante nuevos tipos de soportes literarios, sino ante más que probables cambios de "lo literario" mismo. Esta visión retrospectiva es tanto más útil, además, por cuanto sabemos bien que ningún estado tecnológico supera sin más al anterior, sino que más bien cada momento tecnológico se apoya sobre el inmediatamente anterior, solapándose con él y reproduciendo a veces sus apariencias para penetrar mejor en las rutinas perceptivas de los lectores o usuarios. Es lo que Bolter y Grusin denominan "remediación" (1999) [13] y a lo que Eco alude al afirmar que: "En la historia de la cultura nunca nada ha acabado con nada. En todo caso, lo ha cambiado profundamente" [14]. En efecto, la experiencia histórica demuestra que "cuando todo es posible, no se renuncia a nada" (Nunberg 1998, 23).
La literatura electrónica, digital, informática, con todas sus variantes, desde la narrativa interactiva y la poesía hipertextual o la holopoesía a las formas de teatro virtual, son una de las nuevas fronteras del fenómeno literario. Son manifestaciones literarias de un nuevo tipo de discursividad, de nuevas formas de textualidad, donde el énfasis no está tanto en el resultado de la creación literaria como en el proceso de creación, proceso que, además, tiene lugar en dos niveles o momentos: en el de la programación-actualización primera del "espacio inscrito" y en las actualizaciones subsiguientes que provoca la intervención del lector-usuario-jugador. Siempre nos encontraremos, no obstante, con la objeción o duda de si algunos de estos discursos o textos "son literatura o no lo son". ¿Qué tiene que ver el I-Ching o los MUDs con Moby Dick?, se pregunta Espen Aarseth (1997, 73-74), quien, por cierto, ha demostrado tanto la enorme versatilidad y variabilidad funcional del libro en la historia de la comunicación humana, como los rasgos literarios de los cibertextos que ocupan hoy la periferia de las instancias de canonización literaria.
A pesar de su común naturaleza textual, en tanto estructuras verbales creadas para provocar un efecto estético, el caso es que estas formas difícilmente encontrarán una valoración crítica literaria si los conceptos con los que son interpretadas y enjuiciadas son los de la cultura literaria de la palabra impresa y los principios estéticos modernos y románticos. Si, como sostiene Carla Hesse, nos encontramos ante una gran oportunidad de reinventar el sistema literario, es preciso no confundir el medio (el libro) con el modo (la cultura literaria moderna). A diferencia de lo que sostienen teóricos como Alvin Kernan —"la imprenta hizo literalmente a la literatura" (1990, 133)—, según Hesse el sistema literario moderno [15] no fue el fruto natural y automático del triunfo de la imprenta como medio de difusión cultural y almacenaje de la memoria, sino el resultado de una serie de operaciones institucionales que convirtieron al libro en la tecnología dominante al tiempo que moldeaban la subjetividad de los agentes culturales que debían hacer uso de ellos.
A la luz de lo dicho, insisto, sería ingenuo pensar que la literatura, como conjunto de prácticas insertas en el funcionamiento dinámico, complejo y conflictivo de las culturas contemporáneas, no se iba a ver afectada. No extraña que abunden las preguntas del tipo: ¿cómo inciden las nuevas condiciones de comunicación en los actos cognitivos de leer y escribir; en el mercado del libro, sobre la institución educativa de lo literario o la investigación filológica y literaria en general?, o ¿provocan realmente las nuevas formas de discurso digital una reconfiguración de las jerarquías tradicionales que hacen del canon textual, la autoría creativa, el texto impreso en formato libro o el concepto mismo de obra literaria, los pilares de la moderna cultura literaria?
Es cierto que la teoría predominante sobre la literatura digital y el hipertexto suele producir cierta insatisfacción, sobre todo por su tendencia a los razonamientos apodípticos, en virtud de los cuales el hipertexto electrónico se alza como culminación del encuentro entre las teorías postestructurales del discurso y la informática (Bajtín, Barthes, Derrida, Eco), a modo de "encarnación" del concepto postestructuralista de texto (Moulthrop 1989, Bolter 1991, Landow 1992, Lanham 1993). Anticipadas por toda una tradición de literatura y prácticas artísticas vanguardistas, la teoría crítica y la informática estaban supuestamente destinadas a encontrarse, siendo el hipertexto e Internet los medios que hacen posible ese encuentro o confluencia. Propongo pensar que esta revolución tecnológica en lo literario es más bien el resultado de una serie de presupuestos, teóricos y literarios, de una ideología marco —como la llama Ryan— que es la que hace posible esa confluencia, así como de operaciones de organización tecnológica bastante menos reguladas aún, eso sí, que las que configuraron el sistema literario moderno.
En este emergente y a veces extravagante contexto cultural que llamamos cibercultura, son varias las tendencias de la teoría literaria y la crítica cultural que han venido surgiendo en los últimos años. Trataré de cartografiar concisamente este panorama:
1. Los cyberhipes o propagandistas entusiastas de las bondades del ciberespacio. A su vez se pueden distinguir varias familias, desde los creyentes en el futuro de una era post-humana (Moravec), a los defensores de Internet como el espacio de una nueva esfera pública (Howard Reinghold y el mito de la nueva frontera). Son los profetas de las nuevas tecno-utopías: de la liberación de la carne, de la igualdad para los marginales, del potenciamiento del individuo, de la democracia de las relaciones en la red, etc.
2. Los críticos de la cibercultura que, sin negar la realidad de ésta, se cuestionan las posibilidades reales para una democracia virtual, un conocimiento virtual, una justicia virtual, una solidaridad virtual (Arthur y Mary Louis Kroker, Mark Poster, Jenaro Talens entre ellos). Los intentos por aplicar la geopolítica al caso de Internet suponen plantearse, por otro lado, lo que sucede en las redes en términos de juegos de poder (K. Robins, S. Godeluck, D. Apollon).
3. Los teóricos del hipertexto e historiadores de la pre-hipertextualidad (G.P.Landow, M. Benedikt, C. Keep, T. McLaughlin), para quienes el hipertexto constituye la encarnación de las teorías postestructurales de la escritura y la textualidad. También se parte de un convencimiento de que el hipertexto reconfigura la educación literaria (M. Joyce, Landow).
4. Los historiadores funcionalistas de los medios de comunicación, con énfasis en las textualidades literarias (E. Aarseth) y los investigadores del funcionamiento estético de los interfaces informáticos [16] (A. R. Stone, B. Laurel, X. Berenguer).
5. Los teóricos de los juegos de ordenador, y de la narratividad en las ficciones interactivas como nuevo campo de investigación (J. Juul, K. Hayles, E. Aarseth). Este campo abre la posibilidad de recuperar el factor lúdico como determinante de la especificidad de estas nuevas formas de textualidad.
6. Las teóricas feministas que han explotado estética y políticamente, sobre todo, el concepto de cíborg para plantear nuevas formas de identidad sexual y subjetiva (D. Haraway, C. Springer, G. Collaizzi).
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